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jueves, enero 05, 2006



APUNTES SOBRE LAS FORMAS DE LA MUERTE EN EL CINE I. (un trabajo en construcción)


Durante más de un siglo el cine como espectáculo e inmenso constructor de imaginarios ha dedicado gran parte de su energía a intentar plasmar las diversas formas en que las diversas épocas y culturas han visualizado la muerte. Por ahora solo tengo algunos puntos, pronto estos se irán organizando en una cartografía mayor y mejor organizada, una historia transversal del cine que grafique una de sus mayores obsesiones y uno de sus mejores logros formales. Siempre he amado a los directores que saber renovar las formas de la muerte.


1. LA MUERTE Y EL GESTO ELOCUENTE.

David W. Griffith uno de los padres fundadores de la cinematografía norteamericana visualizaba la muerte de sus personajes con gestos exagerados y melodramáticos. No parecían sufrir excesivamente como si el pudor se lo impidiese, no había gritos y mucho menos sangre, elemento del cual carecerá
la muerte en el cine por muchas décadas, la muerte se reflejaba en sus ojos maquillados y en la manos con los dedos entrelazados sobre el lugar en donde supuestamente estaba la mortal herida. Muerte empática y sentimentalmente manipuladora, la operación de Griffith parece emanar de las emotivas y eficientes muertes descritas por Dickens en sus novelas y de ciertas ilustraciones de cuño victoriano empapadas de piedad folletinesca. En Intolerancia (1916) los rostros compungidos en el centro de un iris semicerrado, iluminados por el llamado estilo “Rembrandt” de su operador Billy Bitzer y la actitudes enmarcadas y hieráticas de sus personajes instalaban a la muerte en una situación de trascendencia épica similar a la que les otorgaba David en sus obras, pues como su Marat los personajes de Griffith parecen morir para ser contemplados con dignidad desde fuera de la historia, congelados en su pose mortuoria.


2. LA AGONIA EXPRESIONISTA.

En el Nosferatu de Murnau o en el Caligari de Wiene se pueden apreciar las características fundamentales de la muerte en el cine de cuño expresionista. Rechazando el incipiente tono naturalista del cine norteamericano, el expresionismo alemán se distancia de la muerte como fenómeno físico para adentrarse en ella como angustia existencial y enfermedad absurda que encuentra su encarnación en la carne pálida y los nervios crispados del imaginario alemán de comienzos de los 20.

Eisenstein frente al Gabinete del Doctor Caligari, escribió : “Este bárbado carnaval de la destrucción de la saludable infancia humana de nuestro arte, esta tumba común para los orígenes del cine normal, está combinación de histeria callada, lienzos abigarrados, pisos embadurnados, caras pintadas y, los gestos y actos afectados, inciertos de quimeras monstruosas”. La muerte en el expresionismo es puro dolor sin sentido, sombras amenazantes que recorren una ciudad infernal en búsqueda de su nueva presa. Nada es héroico frente a ella, las trincheras de la gran guerra (no la peor pues esta siempre esta por venir) aun desgarran a Berlín y los rostros se contraen en muecas grotescas como si se tratase de gas mostaza penetrando en sus pulmones. El heroísmo púdico norteamericano no tiene cabida entre zombis y vampiros, la gloriosa muerte soviética aún esta gestándose en los laboratorios del imaginario estalinista. La muerte esfuma sin piedad, sin pose, dejando atrás un pellejo retorcido o una pequeña y fétida nube de nada.

3. COREOGRAFIANDO LA MUERTE.

La escalera de Odessa repleta de personas huyendo del ataque de los soldados del Zar. Cuerpos confundidos en un pliegue animal que los levanta y luego los deja caer sobre el concreto. Primerísimo planos, un cochecito famoso cayendo peldaño tras peldaño y el ojo que estalla de una anciana, rebotando posteriormente en Bacon y sus carnes apaleadas que simulan cuerpos. Los tacones rígidos de la guardia de Nicolás II golpeando en diagonal descenso los peldaños, la masa enloquecida que cae, no lucha sino que se desmembró en una serie de planos intercalados de manos, ojos, pies, bocas, de improviso una descarga de artillería y algunos cuerpos ruedan sobre otros. Es un bacanal, una orgía de tintes pictóricos que combina lo mejor de Griffith con lo grotesco del expresionismo y con lo peor de la sentimentalidad épica totalitaria. Es manierismo en su mejor momento. La muerte se vuelve compleja, retorcida y espectacular como un Caravaggio desencadenado.


4. MUERTE BAJO LA LLUVIA Y EN NEGRO.

Jordi Balló escribe en su libro Imágenes del silencio: “Todo un arsenal visual del cine de gángsters exige que los malvados mueran bajo la lluvia, como signo macbethiano de que mueren en una soledad absoluta.”

El filme noir norteamericano trajo consigo una combinación entre el tenebrismo expresionista con sus atmósferas enrarecidas y su pesimismo existencial – su tendencia constante a la autodestrucción y al nihilismo- y el carácter naturalismo y el vitalismo físico del protocapitalismo más desenfadado y brutal.

La muerte aparecía como un castigo a los malvados, pero por lo general era más bien un accidente, como un pequeño destino infausto y burlón que recaía sobre aquellos que traspasan las barreras de su condición “natural”. El gángster en su proyecto de ascenso social se veía fascinado por las infinitas posibilidades de la violencia urbana y el cine negro logro aportar al imaginario de la muerte, por sobre los rigurosos sistemas de censura. Por sobre el código Hays la estética de la muerte violenta resonaba como un amoral ejercicio de estilo. El asesinato del jefe de la banda rival se resuelve – para evitar la mirada frontal de la muerte – con el astuto uso del off : en una pista de bowling vemos al mafioso lanzar un par de bolas con la cámara siguiendo su recorrido sin perder de vista al sujeto, finalmente cuando vuelve a lanzar la cámara sigue a la bola dejando en esta ocasión fuera de cuadro al jugador, al chocar la bola contra los pinos el sonido de estos se empalma con las ráfagas de ametralladoras, un último pino se tambalea solitario y un disparo de remate se escucha para confirmarnos la muerte del gangster. En otro momento, durante la ejecución del día de San Valentín, la forma de la matanza es programada de una manera que recuerda las muertes expresionistas, sombras recortadas contra los muros, iluminación de alto contraste y las perforaciones de las balas en el muro como huellas de la matanza.

5. EL EXTASIS DE LA MUERTE.

El cine clásico había visualizado a la muerte al interior de una serie de códigos de censura que habían impedido realizar una mirada más excesiva del fenómeno. Autores como Hitchcock aprovecharon con genio los límites impuestos y consiguieron efectivas e ingeniosas maneras de representar la muerte sin tener que violentar excesivamente los marcos regulatorios de la industria. Solo basta recordar Psicosis para percatarse como había logrado desarrollar la noción de muerte y espectáculo, la muerte en el cine siempre es muerte para otro, muerte contemplada con embeleso, la muerte en el cine y en la vida siempre es la muerte de otro. La muerte fragmentada, el cuerpo nunca desnudo, el cuchillo que jamás toca la piel y por sobre todo el intrincado diseño del cuerpo al derrumbarse sobre el suelo. Luego el fundido espiral de la pupila dilatada con el desagüe repleto de negra sangre. Nunca la muerte había sido estéticamente tan lograda en el cine. La belleza del crimen aún nos atemoriza.

Tomando otra vía, aquel de la muerte explicita, chocante pero de niveles similares en su capacidad de presencia formal, Sam Peckinpah realiza el primer filme de muerte gimnasta de grandes dimensiones en la historia del cine ( Kurosawa abrió una puerta a las formas de la muerte manierista con su filme Sanjuro, en donde luego de un largo silencio, un samurai interpretado por Toshiro Mifune rebana a su rival de un solo golpe provocando que un chorro de sangre brote desde su estomago y golpee contra la pantalla que protegía al espectador clásico) The Wild Bunch enfrenta a la muerte con la fascinación de una danza mortal. Los cuerpos de los protagonistas van siendo traspasados una y otra vez por los disparos de sus enemigos. Socavando sus fuerzas, destrozando sus huesos, mutilando sus miembros. Por primera vez el espectador contempla con ambigua mirada el espectáculo de la matanza, la muerte nunca se había mostrado de manera tan explicita y al mismo tiempo nunca se había visto tan atractiva desde una perspectiva de cierto romanticismo con vocación suicida.



Miguel Angel Vidaurre.

martes, enero 03, 2006


ESTRATEGIAS DISIDENTES EN EL CINE CHILENO.

Una mirada al cine chileno desde sus orígenes hasta nuestros días es una tarea que personalmente me parece un tanto angustiosa, no desafiante, sino más bien contraproducente para mi salud espiritual. Pues en verdad nuestro cine al igual que nuestra geografía no es más que una historia larga, delgada y repleta de baches, en la cual sobresalen un par de estructuras anómalas que rompen con la monotonía de nuestra mirada y que en líneas generales han sido ignoradas por gran parte de nuestra crítica . Habría que ser franco y partir diciendo que gran parte de nuestro cine no posee ningún interés para el resto del mundo, e incluso es ignorado de manera justa, me parece, por nosotros mismos. No se produce en este caso el síndrome del genio incomprendido, sino el desacredito de ciertas operaciones poco atractivas, la carencia generalizada de propuestas innovadoras y una constante y creciente amabilidad con los entes estatales y sus parámetros de las misiones encomendadas a la producción cinematográfica, símil de inmensa panorámica de tono imperial para la satisfacción del consumidor extranjero. Un cine que en muchos casos no es más que un gran paisaje y una pequeña picaresca.

El costumbrismo ha sido nuestro estigma por décadas, una perversión naturalista que ha pesado en nuestra literatura y nuestro cine como una maldición disfrazada de honorable tradición. Objeto hibrido que se disfraza operación donadora de sentido e identidad, en donde dicho tema es una obsesión recurrente, casi una enfermedad terminal que ha castrado la imaginación de varios cineastas, tanto en nuestros grupos más conservadores como aquellos que reclaman para si mismo todas las bondades de la vanguardia y las transformaciones sociales, veían en el cine nacional un espacio mimético para sus hábitos visuales y sus buenas intenciones morales. De la mirada pintoresca al turismo social, desde la comedia costumbrista al retrato miserabilista con aspiraciones de catalizador social. El sentido del filme como eje dominante, la construcción interna, la faceta arquitectónica del filme parecía no importar mucho mientras la fabula en su forma básica de moraleja fuera comprendida de manera correcta por el espectador.

Nuestro cine ha sido por lo general deudor de una vía bastante conservadora poco dada al ejercicio excéntrico o a la innovación estilística, dominando un carácter pudoroso a la hora de trabajar las superficies fílmicas que ha determinado un aspecto poco llamativo de nuestra filmografía comparada, por ejemplo, con las del cine argentino o brasileño. A diferencia de nuestro imaginario poético pero a semejanza del novelesco y del pictórico hasta la primera mitad de siglo, el énfasis en nuestros proyectos cinematográficos se debatía entre un exceso de transparencia narrativa y claridad de sentido, y por otra parte en una provinciana ansia de emular sistemas industriales que simplemente estaban y están fuera de nuestro alcance. Una disociada conciencia nacional que por un lado vislumbraba una noción de sistema productivo de estilo anglosajón, pero que a la vez ha rechazado una y otra vez la noción de género cinematográfico, y que supuestamente adquiría los gustos de la innovación y la trasgresión pero que finalmente se dejaba caer en el naturalismo más burdo o el dominio de la fabula política.

Dominante del sentido por sobre la manera estilística. Aversión al ejercicio de estilo, a la ambigüedad de las formas. En esta mirada sobre la creación cinematográfica existía poco lugar para una política disidente, en donde se enfatizara el proceso creativo antes que la finalidad del producto, la imagen poética en lugar de la imagen ilustrativa del texto guión. Sin embargo dos de los autores fundamentales en nuestro cine son justamente los protagonistas de sendas aperturas al espacio de la diferencia. Tanto Raúl Ruiz como Alejandro Jodorowsky, únicos creadores chilenos en el espacio del cine de ficción que han marcado pautas en la historia del cine, son autores al interior del flexible y poco riguroso marco tensional de lo excéntrico. A su vez, ambos son cineastas pivotes, autores bisagras que logran desplazar nuestro cine desde su pasado criollista, vincularlo a los nuevos cine de loa 60, atravesar la conmoción política del gobierno de Allende y resurgir sin grandes mellas de la crisis utópica que repleto al cine chileno de autoconmiseración y aparato de la piedad pública europea, para finalmente conectarse desde la década de los 80 con un público joven dispuesto a sumergirse en experiencias fílmicas más radicales y que sin embargo nunca han dejado de lado la relectura de la leve e irreductible noción de la chilenidad, mitad broma y mitad tragedia, “embutido de ángel y demonio” en palabras de Nicanor Parra parafraseando a vuestro Pascal.



BREVE PROCESO INICIAL O UN VACÍO EN EL SUR PROFUNDO.

Todo inicio es por lo general una breve anécdota, un cuento para niños que insufla la vana sensación de una pertenencia y una continuidad, en nuestro caso la anécdota es más un breve registro histórico titulado “Ejercicio general de bombas” (1902), fragmento de corte Lumiere que nos vincula a la gran historia europea, de ahí en adelante el asunto va a ser un poco menos espectacular, en los 20 se estrena “El húsar de la muerte” de Pedro Sienna - especie de apóstol místico del cine chileno- y constituye junto a otros filmes, según la investigación realizada por mi amiga y periodista, Antonella Estévez en su libro “Luz, Cámara, Transición” “el período del cine mudo ha sido uno de los más fructíferos en nuestra cinematografía, pues entre 1910 y 1931 se rodaron más de 78 filmes”.(1).Debo agregar que esa período es una nueva nota de nuestra historia fabulada, pues solo ha quedado de esas obras el filme de Sienna, nada espectacular y deudor de las adocenadas películas de aventuras rodadas por Rodolfo Valentino.

Con el paso de los años la producción nacional no logro escapar a su origen y durante la década de los cuarenta los recursos estatales se concentran con su habitual inoperancia a fomentar una noción de cine que supuestamente emulaba – con abierta incompetencia – las maneras de industria y espectáculo dominantes en Estados Unidos. Para facilitar la producción de filmes el estado a crea a través de un organismo administrativo recién inaugurado CORFO (Corporación para el fomento de la Producción) Chile Films, en donde se ubicarían los principales estudios de la época. Sin ofrecer obras de un nivel aceptable ni en su aspecto innovador como tampoco en el comercial, el cine chileno se pierde en una serie de obras de corto alcance que solo una cierta ternura por parte del espectador puede rescatar de su irremediable olvido.

Debe tenerse en cuenta que el problema no estribaba en las ambiciones comerciales de los directores y productores sino en la falta de capacidad para llevarlo a cabo, es mucho menos un problema de ética autoral como lo van a entender los directores de los 60 que de capacidad para ofrecer un producto de marca diferenciadora al interior de un mercado dominado por una cierta manera de cuño naturalista y de énfasis literariamente narrativo, a la vez que sustentado en una operación financiera sin oponentes reales.


Una de las formas mediante la cual se intento escapar a ese vacío de imágenes cinematográficas fue con una estrategia de cuño propedéutico, si la industria no fue capaz entonces la pedagogía y la intervención universitaria serían la salida del atolladero. Si no es el estado será la academia. En 1955 se funda el Instituto Fílmico de la Universidad Católica de Santiago a manos de Rafael Sánchez – quien es recordado por haber escrito un famoso manual de montaje cinematográfico- y posteriormente el Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile en 1959 fundado por el documentalista Sergio Bravo, lugar que se transformara con prontitud en un semillero de documentalistas con excesiva confianza en su capacidad de moldear y capturar la realidad.

El documental no es el centro de este breve texto pero debo insistir que su desarrollo emerge desde una mirada similar a nuestra ficción, un intento desesperado por capturar, explicar y transformar lo real, desplazándose con mayor soltura que el largometraje de ficción hacia zonas menos contaminadas con el criollismo pero a la vez salpicadas de ese tinte exótico y paternalista que impulsa el pensamiento de izquierda de la época, el documental de los 60 a cargo de directores como Sergio Bravo, Pedro Chaskel, Helvio Soto, entre otros asumirá el peso social del compromiso político, el interés comercial debe quedar a un lado sin nunca haber mostrado alguna respuesta positiva y lo que ahora interesa no será la experimentación autoral – demasiado hedonista y egocéntrica- sino una nueva prisión mental centrada en la responsabilidad social, el peso flagelante de la identidad latinoamericana y la función operativa del cine al interior de los diversos procesos de aparente carácter revolucionario.

Las operaciones formales no son consideradas como el verdadero proceso de ruptura perceptual y una vez más son las reactivas tendencias contenidistas las que dominan el quehacer fílmico. La comedia picaresca será reemplazada por el melodrama social, solo en muy pocos casos el naturalismo de corte socialista y por lo tanto tan falsario como el corte industrial y naif, ofrecerá un producto en donde la mirada documentalista se asocie a un filme de denuncia con claras huellas melodramáticas, como es el caso de “El Chacal de Nahueltoro” (1968) de Miguel Littin.


LA IRRUPCIÓN EXCENTRICA.

“Sentarse en la sala de proyecciones de BBS a ver El Topo de Alejandro Jodorowsky, el surrealista film de culto que en Nueva York y Berkeley pasaron en sesiones de madrugada durante toda la década, y fumar un porro con Bert, Denis y Jack, era lo más in”. (Peter Biskind. Moteros tranquilos, toros salvajes)


En 1971, el candidato socialista Salvador Allende accede a la presidencia mediante una elección democrática, gesto que lo instala como uno de los primeros gobernantes hijo de las contradicciones internas de los 60, una especie de presidente situacionista que invirtiendo y reactivando la maquinaria adormecida de la administración pública deviene en paradójico objeto de espectáculo y posterior culto, con Guy Debord a la cabeza del ministerio de cultura y Alejandro Jodorowsky en el de relaciones exteriores Chile se habría convertido en la primera republica situacionista con ribetes dadaístas en la historia del mundo.

Con el ascenso de Allende el cine chileno constituye un pacto de trabajo gubernamental, ahora no son directores en el sentido industrial del término, tampoco autores en su concepción más cahierista sino trabajadores cinematográficos. Es en el comienzo de esta efervescencia social que un cineasta chileno de padre ruso y madre argentina filma en México el primer western esotérico de la historia del cine. Un año antes de la elección de Allende y de que Miguel Littin -director de Chile Films -redactará el Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular, Jodorowsky filmaba “El Topo”, obra fundacional de un cine excéntrico latinoamericano.

Protagonizada por el propio Jodorowsky en el papel de un pistolero en búsqueda de su ascesis espiritual mediante una serie de duelos con diversos maestros, el filme deviene en una maraña de citas que van desde referencias bíblicas, cabalísticas y de tonos antroposóficos a lo Gurdjieff, con la misma superficialidad vitalista con que Darío Argento situaba al mismo Gurdjieff como arquitecto de una de la mansión de ecos góticos en donde habita la Mater Tenebrarum en su filme “Inferno”, donde se reconcilia Thomas de Quincey con Hitchcock y con un alquimista de de nombre Varelli que es imposible no vincular a Fulcanelli y su “Misterio de las catedrales góticas”.

Estamos en la cultura pop de Pauwels y Bergier y su delirante libro“El regreso de los brujos”(1960) posteriormente lanzaron Planète, una revista de periodicidad mensual que duró hasta 1968 (41 números). Planète contó con una versión en castellano, Planeta, obra de la Editorial Sudamericana de Buenos Aires. En Chile estas revistas se pueden encontrar en casi todo los hogares junto a una serie de libros que se repiten con llamativa constancia desde la década de los 60 , uno de ellos es “El retorno de los brujos”, otro “Mi hijo” de Benjamín Spock y finalmente “Materialismo histórico y materialismo dialéctico”, de Alain Badiou y Louis Althusser (1969). Hijos de una amalgama cultural tan fascinante como funambulesca, no tenemos más remedio que someternos a una limpieza cultural profunda que deriva en una profunda y desesperada búsqueda de la pureza intelectual o hundirnos en las lodosas aguas del pop radical, en donde la combinación hibrida de la cultura popular, el espectáculo y la erudición se entremezclan de manera poco predecible y solo logran encarnarse mediante un trabajo de sofisticación manierista.

La estrategia de Jodorowsky implicaba la combinación más heterogénea posible de las modas circulantes en los 70, mirada latinoamericana en tanto descontextualizada e hiperactiva en su afán de abarcar un sinnúmero de corpus imposible de ser asimilados en corto tiempo y por lo tanto obligada a captar los puntos más relevantes a base de la utilización de atajos de dudoso valor académico o literario pero de profunda fuerza catalizadora a la hora de enfrentar un proyecto fílmico. No es tanto la utilización de una mirada holistica sino más bien una operación de canibalización cultural que aprovecha con voracidad todos los elementos que puedan ayudarlo en su proceso de divergencia del modelo naturalista dominante en Chile.

El barroquismo de su puesta en escena, las influencias del surrealismo duro del Buñuel mexicano, incluso las referencias cinéfilas – tan ausentes en nuestro cine- al spaghetti western B como “Django” (1966) de Sergio Corbucci, con su protagonista jalando de un ataúd a través del desierto o las estilizadas chambaras y sus letales duelos entre samurais, y por supuesto la serie de filmes de luchadores mexicanos encabezados por el Santo o Blue Demon que en Chile tuvieron tanto éxito aun no reconocido por la historia culta nacional, pero que aun hoy pervive con nuevo público en las funciones de cine de trasnoche.

En su opera prima “Fando y Lis” (1968) aun el lastre de la vanguardia culta, le pesaba en exceso, con sus referencias al teatro de Marcel Marceau, de quien fue discípulo, y a la neurótica psicodelia imperante; este viaje lisérgico de una pareja de amantes en clave de performance logro sin embargo llamar la atención de productores para la filmación de “El Topo” el cual a su vez se transformaría en la primera cult movie de Nueva York.


LA ESTRATEGIA MANIERISTA.

“El manierista no tiene nada que decir salvo la manera de decir esta nada”. (Claude-Gilbert Dubois. El Manierismo).


Los filmes de Raúl Ruiz – desde sus primeros filmes como “Tres tristes tigres” (1968), “Palomita Blanca” (1973) hasta sus obras actuales como “Temps retrouvé, Le” (1999) o “Días de campo” (2004) - son siempre más que una película, son generalmente especulaciones sobre la posibilidad de construir dispositivos alucinatorios. Máquinas barrocas que entrampan la mirada, desterritorializan al ojo esclavo de la fabula narrativa y lo desplazan hacia zonas de engañosa complejidad para luego atraerlo nuevamente a un mundo reconocible pero transfigurado por su estrategia excéntrica



En lugar de esa insistencia en la comprensión de la fabula de su filme - esa obsesión de guionistas y productores por la comunicabilidad de la obra- Ruiz se concentra en elaborar diversos planos que permitan reconcentrar la percepción en nuevas cartografías audiovisuales. El filme no es una simple historia ilustrada sino un intento por reconocer los límites del lenguaje. Es en ese reconocimiento, en esa tensión formal, en donde el autor encuentra el sentido de su oficio y el espectador el placer del ojo extraviado que recorre con ansiosa y vital energía el laberinto que conforma no solo a la estructura formal de la obra sino que también es ontológicamente - con un valor de ser de orden especular- el propio filme.

"En muy pocas palabras, estoy tratando de jugar, de desarrollar las funciones que naturalmente están en cada plano, de manera tal que ellas sirvan para que cada plano se haga notar independientemente" (Raúl Ruiz. Conversaciones con Raúl Ruiz)

Los filmes de Ruiz se sitúan en la periferia – en la frontera excéntrica - de la mirada costumbrista con sus gestos criollos y sus arquetipos risibles recargados de superchería patriótica, y a la vez se desplaza tangencialmente por las sendas de la experimentación y las operaciones de trasgresión de los autores de la nouvelle vague – las operaciones de especulación temporal de un Resnais son reinventadas por Ruiz desde un prisma lúdico, más cercano al espíritu de los autores del cine silente como Epstein y a las elucubraciones alquímicas de Alekan - posiblemente su cercanía con Godard sea la más reconocible, un parentesco no reconocido por ninguno de los dos pero que a la distancia del espectador resultan asimilarse a una lógica de apropiación cultural, canibalización de referencias que sitúa a Borges como una de sus influencias más preclaras.

Desde esa disidencia irónica hacia las tendencias extremas, Ruiz ha logrado establecer un discurso de la inestabilidad fílmica, en donde recurre a una serie de estrategias que van desde los juegos especulares, la trastocación temporal, el uso a niveles de propuesta ética de la trampa ocular, la asimilación incesante e insensata de cuenta teoría, fábula, y especulación religiosa que le permita instalar nuevas estructuras al interior de sus relatos – construcciones leves pero no enclenques; solo las obras prepotentes pretenden ocultar su superficialidad – cultura manierista puesta al servicio de la puesta en escena. Ruiz como Godard, y porque no, como Tarantino, apuestan la realización de sus filmes a la potencialidad de dispersión de sus formas. Como una escopeta con cañones recortados sus filmes estallan en un golpe de dispersión, la bala encuentra a su objetivo de manera lineal y univoca, en cambio los perdigones girando enloquecidamente sobre si mismos hacen blanco de manera lateral, accidental, excéntrica, alcanzando a diversos objetivos a la vez, sin conciencia de efectividad mecanicista sino con impredecibles rebotes como una enloquecida encarnación de una interpretación delirante de la teoría del caos.


Una fábula aparentemente débil deviene en máquina alucinatoria al encarnarse en una serie de maneras complejas – la complejidad en Ruiz no pasa por la sobreproducción o la tecnología de punta sino por la astucia culta de su mirada, una especie de saber artístico que involucra lo popular con lo refinado en rigor de su efectividad en la construcción de la puesta en forma de cada secuencia – en donde un texto de maneras aparentemente naturalista obtiene una contralectura interpretativa que logra resaltar sus potencialidades adormecidas por la pasividad del lector.

Todo aquello que se presenta como lo familiar, lo domesticado de nuestra construcción hipotética de identidad nacional – fantasma incomodo e permanente como la gotera errante del filme – se manifiesta de manera transfigurada en esta versión surrealista-imaginista del costumbrismo. Surrealismo de cuño buñeliano, y a la vez un buñuel leído desde las posibilidades transformistas de la trampa barroca que atrapa la mirada solo para llevarla a la perplejidad de un infinito que cabe en el entrecruce de dos espejos enfrentados.

Poco queda en estos filmes de nuestras películas de campo, o de aquellas adaptaciones de cuentos nacionales que intentan a base de disfraces y reconstrucción histórica, de maquetas y adornos brillantes, el instalar un verosímil inexistente, una postal necrofílica asfixiada por el corsé de la falsificación naturalista. Filmes de guardarropía, de jinetes improvisados, de trajes a la medida, tufillo de museo histórico y academia.

Miguel Angel Vidaurre.